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dimarts, 26 de novembre del 2013

Neurobiology and gender-based violence

Yesterday we commemorated the International Day Against Gender-Based Violence, a date that all of us should remember in order to multiply the efforts directed to eradicate this social scourge. It is important to note that social and educational factors play a fundamental role in this kind of violence and it is in these fields where the most important initiatives should be taken. However, has biology something to say on this matter? Is there a neurobiological basis on which we can act to prevent this problem more efficaciously? We have a wide knowledge of the structure and the physiology of the neural circuits involved in aggression, in which the activity of a brain region termed amygdala is fundamental. Several factors are crucial to in the modulation of aggressive behavior, including stress, specially during adolescence. However, when one reviews the scientific literature, it is extremely difficult to find studies directed to understand how the brain participates specifically in gender-based violence or intersexual aggression. Fortunately, there are already some evidences, which suggest the existence of a neurobiological basis to explain the apparition of aggressive phenomena specific from males against females. Last year a study1 was published in Translational Psychiatry from a research team lead by Carmen Sandi and signed as first author by Maribel Cordero, two outstanding Spanish researchers who develop their work in the Brain and Mind Institute of the EPFL in Lausanne, Switzerland. In this study, performed in rats, the authors demonstrated that males become specially aggressive towards females during adulthood after being exposed to stressful experiences during their adolescence. Surprisingly, the male offspring of couples involving one of these aggressive males also showed an intense aggressive behavior towards their female partners, despite the fact that they never lived with their natural parents and that they were never exposed to any kind of violence. Moreover, both the females that were partners of the aggressive fathers and those of their progeny, showed different symptoms and neurobiological alterations typical of anxiety and depression, which were similar to those found in battered and depressed women. All these results support the idea that the exposure of males to an adverse environment during youth may be a triggering factor for aggressive behaviors towards females during adulthood and that these behaviors are, by ways still unexplored, transmitted to their progeny. There is, obviously, still a long distance between these animal models and the situation of abuse suffered by so many women around the world. However, the findings of this interesting study open new roads for research directed to understand the neurobiological basis of this type of violence, suggest putative therapeutic targets on which to act in the future and impulse the development of innovative research lines, which will enhance our knowledge on aggression and its focalization on women.


Neurobiología y violencia de género

Ayer fue el Dia Internacional Contra la Violencia de Género, una fecha que todas y todos debemos recordar para multiplicar los esfuerzos dirigidos a erradicar esta lacra social. Vaya por delante que ciertamente los factores sociales, y especialmente la educación, juegan un papel fundamental en este tipo de violencia y que es en estos campos donde se deben tomar las iniciativas más importantes. ¿Ahora bien, tiene la biología algo que decir a este respecto? ¿Puede existir una base neurobiológica sobre la que se pueda actuar para prevenir el problema más eficazmente? Conocemos mucho acerca de la estructura y el funcionamiento de los circuitos neuronales que participan en la agresividad, en los que es fundamental la actividad de una región de nuestro cerebro denominada amígdala. Diversos factores se han demostrado cruciales en la modulación de esta agresividad, incluyendo el estrés, especialmente durante la adolescencia. Sin embargo, cuando se revisa la bibliografía científica, son escasos los estudios que hayan intentado entender cómo el cerebro interviene específicamente en la violencia de género o la agresividad intersexual.  No obstante, ya hay algunas evidencias que sugieren unas bases neurobiológicas para explicar la aparición de fenómenos de agresividad de los machos específicamente hacia las hembras. El pasado año se publicó en la prestigiosa revista Translational Psychiatry un estudio1 de un equipo liderado por Carmen Sandi y firmado por Maribel Cordero como primera autora, dos excelentes investigadoras españolas que desarrollan su trabajo en el Brain and Mind Institute del EPFL de Lausana, Suiza. En este estudio, realizado en  ratas, se demostraba que las ratas macho se volvían especialmente agresivas contra sus parejas femeninas durante la vida adulta, después de ser expuestos a experiencias estresantes durante su juventud. Sorprendentemente, la descendencia masculina de estas parejas con machos agresivos también mostraba una agresividad intensa hacia las hembras, incluso sin haber convivido con sus padres o haber estado expuestos a cualquier tipo de violencia. Más aun, tanto las hembras que convivían con los padres agresivos, como las que lo hacían con su descendencia mostraban síntomas y alteraciones neurobiológicas típicos de depresión y ansiedad, similares a los observados en mujeres maltratadas. Esto pone de manifiesto que la exposición a un ambiente adverso durante la juventud puede ser suficiente para desencadenar conductas agresivas hacia los congéneres del otro sexo y que éstas conductas son, de algún modo todavía no explorado, transmitidas a la descendencia. Obviamente existe una gran distancia todavía entre estos estudios con modelos animales y la situación de maltrato que padecen muchas mujeres. No obstante, los descubrimientos que mostró este estudio abren vías de investigación que podrían ayudarnos a entender si existen bases neurobiológicas para este tipo de violencia, sugieren vías de actuación terapéutica que podrían ayudar a actuar sobre ella e impulsan el desarrollo de líneas de investigación innovadoras que aumenten nuestro conocimiento acerca de la agresividad y su focalización sobre las mujeres.


dilluns, 18 de novembre del 2013

¿Ha descarrilado el tren de la ciencia?

¿HA DESCARRILADO EL TREN DE LA CIENCIA?
Decía Julio Verne que “la ciencia se compone de errores, que a su vez, son los pasos hacia la verdad”. Mal que me pese, creo que el genial escritor estaba en cierto modo equivocado. Hace unas semanas cayeron en mis manos dos artículos, uno del Los Angeles Times y otro del The Economist, que, con dramáticos titulares, cuestionaban seriamente la eficacia del actual sistema de ciencia básica. Alertaban sobre el tremendo impacto económico que dicha situación provoca sobre industrias basadas en el conocimiento que genera este tipo de ciencia. Las malas noticias afectan a todos los campos de la ciencia, pero son especialmente preocupantes en la Biomedicina y, por supuesto, también afectan a la Neurociencia. En líneas generales, esta impresión sobre el “descarrilamiento” del conocimiento científico está basada en recientes estudios que han demostrado que una parte importante de los resultados científicos publicados no pueden ser replicados o contienen  importantes errores metodológicos que ponen en duda su veracidad. Los ejemplos más conocidos de este tipo de estudios son los realizados sobre artículos muy relevantes en la investigación del cáncer, promovidos por compañías farmacéuticas tan importantes como Amgen o Bayer, los cuales demuestran que en un caso sólo se pudieron replicar un noveno de 53 de los resultados o sólo un cuarto de 67 en el otro caso. Pero la Neurociencia no es ajena a estos fracasos: Por ejemplo, se han publicado más de 500 estrategias terapéuticas que parecen funcionar en modelos animales de accidente cerebrovascular, sin embargo hasta la fecha sólo 2 de ellas han probado su efectividad en pacientes, a pesar de que muchas de estas estrategias entraron en ensayos clínicos. Obviamente, existen muchos ejemplos de ciencia de calidad que ha sido trasladada de manera eficiente a la clínica con muy buenos resultados. Pero no es menos cierto que la incapacidad de la industria farmacéutica de validar, a través de ensayos clínicos, los resultados de la mayoría de los resultados de las publicaciones acerca de moléculas con potencial terapéutico sugiere la existencia de un problema general y profundamente enraizado en nuestra manera de hacer y comunicar la ciencia.

* Replicar, replicar, replicar y replicar.
Obviamente, esta falta de replicabilidad tiene un impacto económico importantísimo sobre las compañías farmacéuticas, que son las encargadas de desarrollar estudios clínicos basados en los compuestos prometedores que señala la ciencia básica; al mismo tiempo mina la posibilidad de que los pacientes reciban tratamientos efectivos para su enfermedad. El sistema de financiación que sustenta la ciencia básica no prima en absoluto en la actualidad la replicación de experimentos. La necesidad de financiar sobre todo aproximaciones novedosas a determinados problemas, en agencias de todo el mundo, obliga a soslayar estudios que intenten replicar y aportar solidez a estudios anteriores. De la misma manera, los procesos de evaluación de la actividad científica para examinar la capacidad de los investigadores y promover su carrera tienen un efecto similar sobre los estudios replicativos. Un sistema basado casi exclusivamente en premiar la cantidad y el índice de impacto de trabajos publicados ejerce un efecto perverso, puesto que la mayor parte de revistas no juzgan interesantes resultados que repitan experimentos que ya han sido publicados. Es necesario por tanto un esfuerzo conjunto de los investigadores, las agencias que los financian y los evalúan, y de los editores de las revistas que publican sus resultados para promover la replicación de experimentos. La manera de conseguir esto es complicada, pues requiere una reestructuración de gran parte la política científica actual, pero sin ella la relación coste-beneficio de la investigación básica seguirá siendo muy alta, tanto a nivel intelectual como económico. Aunque están apareciendo nuevas iniciativas, como la “Reproducibility initiative” (https://www.scienceexchange.com/reproducibility), la inclusión de secciones para réplicas de experimentos en algunas revistas (http://pps.sagepub.com), la posibilidad de añadir comentarios a trabajos publicados como se pretende en revistas como Frontiers (http://www.frontiersin.org) o en la iniciativa de Pubmed Commons (http://www.ncbi.nlm.nih.gov/pubmedcommons), es todavía dudoso que los investigadores puedan dedicar parte de su valioso tiempo a reproducir experimentos y no a desarrollar nuevos que sí revertirán en un beneficio para su carrera o la financiación de futuras investigaciones.
Y todo lo anterior, recordad, en un sistema en el que (tristemente) sólo una parte de la comunidad científica tiene acceso fácil a gran parte de los resultados, o (más tristemente) a la posibilidad de hacerlos accesibles a través de las elevadas tasas de las revistas “open access”.

* Es menos malo agitarse en la duda que descansar en el error (A. Manzoni)
¿Pero, por qué fallan las reproducciones de experimentos previos? La respuesta no es simple, pero hay algunos factores que parecen críticos. El primero es que existe amplia evidencia de errores metodológicos en una gran parte de los artículos científicos publicados. Hay abundante bibliografía al respecto, alguna de la cual podéis consultar en el pie de este artículo. De estos errores, por sorprendente que parezca, uno de los más frecuentes es la realización de experimentos sin que el investigador encargado de desarrollarlos sea ciego a los diferentes grupos controles y experimentales. Además, muchos experimentos tampoco tienen una correcta distribución aleatoria de los sujetos (normalmente animales de experimentación), ni una correcta estimación previa del número de sujetos necesarios en cada grupo para obtener resultados estadísticamente satisfactorios. De hecho, muchos estudios adolecen de un número de sujetos excesivamente bajo que hace que los efectos observados, en contra de la apreciación del investigador, sean en realidad muy bajos o prácticamente inexistentes. El tratamiento de los datos producidos en los experimentos también es motivo de preocupación, dado que muchos estudios excluyen arbitrariamente conjuntos de datos o los seleccionan en base a experimentos “a posteriori”. La realización de réplicas o pseudoréplicas en los distintos experimentos de un estudio, que podría aumentar sus solidez, tampoco es una práctica habitual. Además, parece claro que la elección de los métodos de análisis estadístico no es la más adecuada en gran parte de los estudios publicados. La Neurociencia no es en absoluto ajena a estos problemas; por ejemplo, una revisión sistemática con meta-análisis de estudios en modelos animales sobre una molécula con potencial terapéutico para los accidentes cerebrovasculares, reveló que las publicaciones que contenían información sobre la selección aleatoria de sujetos, así como sobre la realización de experimentos y el tratamiento de datos “a ciegas”, mostraban efectos del fármaco significativamente menores que los estudios que no tenían esta información. Un apartado aparte merecerían los estudios que se realizan con modelos animales, que son frecuentemente utilizados en Neurociencia y en Biomedicina. En muchos casos se puede detectar que no existe una validación externa de dichos modelos, que repetidas veces están lejanos de la realidad de la enfermedad. Muchos estudios carecen de las explicaciones necesarias para poner de manifiesto que un determinado modelo sólo sirve para desarrollar ciertos aspectos de la enfermedad y que no se puede tomar como una plataforma “global” que replique lo que sucede en los pacientes.

* ¿Tan difícil es decir las cosas claras (y decirlas todas)?
Otro de los problemas de los que adolecen frecuentemente las publicaciones científicas básicas es de deficiencias en la comunicación de los resultados o el diseño experimental utilizado. Esto redunda en la incapacidad de reproducirlos, no sólo para confirmarlos, sino para construir sobre ellos nuevos experimentos que expandan el conocimiento. Además, es muy frecuente que estas deficiencias en la comunicación vayan en paralelo a una sobrevaloración de los resultados obtenidos, que puede influir sobre la dirección que toman los experimentos de otros investigadores o inducir al inicio de costosos análisis clínicos. De nuevo la Neurociencia no es una excepción;  el análisis de centenares de estudios publicados acerca de enfermedades que afectan al sistema nervioso, como el Parkinson, los accidentes cerebrovasculares o la esclerosis múltiple, han puesto de manifiesto deficiencias en la comunicación de parámetros metodológicos clave para la réplica de experimentos. Estas deficiencias en la comunicación no sólo son por acción, también lo son frecuentemente por omisión. ¿Quién no ha visto en revistas de alto índice de impacto secciones de métodos en las cuales una parte de los experimentos se describen someramente, te remiten a un trabajo anterior o simplemente están ausentes? Ciertamente también la obligación de suministrar a la comunidad científica los datos crudos de los experimentos cuando se publica un trabajo ayudaría mucho a la transparencia. En este sentido, algunas organizaciones están dando pasos en la buena dirección, creando bases de datos con los resultados crudos de los proyectos que financian. Estas bases son abiertas y están a disposición de la comunidad científica (véase como ejemplo http://www.stanleyresearch.org).


* ¡Siempre positivo, nunca negativo!
Otro punto importante que afecta sin duda a la calidad de la ciencia básica que se transmite a la sociedad y a la industria es la ausencia de resultados negativos. Éstos, como los experimentos replicados, no son fácilmente publicables y tampoco contribuyen a impulsar la carrera investigadora o su financiación, de modo que usualmente permanecen “ad eternum” en un cajón del laboratorio. Consecuentemente, se provoca que otros científicos transiten por vías que ya ha sido demostrado que llevan al fracaso, con la implícita perdida de dinero y horas de trabajo. Como en el caso de la replicabilidad, la implicación de agencias, editores y científicos es necesaria para fomentar la difusión de estos resultados. Iniciativas como el Journal of Biomedical Negative Results (http://www.jnrbm.com) u otras similares parecen interesantes, pero dudo que sean la respuesta. Otra aproximación son las bases de datos de resultados negativos, pero se encuentran en fases tempranas de desarrollo. Además de los resultados negativos, hay otras categorías de investigación que habitualmente no alcanzan a ver la luz porque, aunque pueden ser potencialmente interesantes, no alcanzan la barrera no escrita de “una unidad mínima publicable”.

* ¿Somos los científicos culpables de este fracaso?
La respuesta es, por desgracia, sí; aunque es verdad que no estamos solos en este jardín en que nos hemos metido. El artículo que mencionaba de The Economist citaba a Brian Nosek, un psicólogo de la Universidad de Virginia apabullado por los frecuentes errores en las publicaciones científicas: “El problema es que no hay un coste por hacer las cosas de manera equivocada, el coste es no conseguir publicarlas”.  Más claro, agua. Hasta que este escenario no cambie sustancialmente, difícilmente mejoraremos. Es evidente que las agencias que pagan nuestra investigación, los editores y hasta la industria han de cambiar para lograr que los científicos salgamos del “descarrilamiento” actual, como hemos señalado al hablar de la replicabilidad, pero también es cierto que la comunidad científica puede y debe hacer un esfuerzo para salir. Yo no tengo duda de la honestidad de la gran mayoría de los científicos y, de hecho, las encuestas dicen que sólo un 2% de los científicos admiten haber falsificado o inventado datos (aunque es preocupante que un 28% admita conocer a otros investigadores que sí lo han hecho…). En fin, demos, pues, por supuesto que la mayor parte de nosotros nos comportamos bien (en términos científicos al menos) y que la mayor parte de errores que encontramos en las publicaciones son fruto de nuestra ineptitud o inaptitud a la hora de generar ciencia o de evaluarla. En gran medida nuestros problemas se generan por errores en el proceso de revisión de los trabajos científicos previa a su publicación. Muchas veces no ponemos el suficiente celo en el escrutinio de los trabajos que evaluamos. Es cierto que esto puede ser debido en parte a que éste no es un trabajo por el que se nos pague directamente y que hacemos muchas veces por un sentido de obligación profesional. Así, es muchas veces inevitable evaluar sin un profundo interés y dedicación (tampoco es que los científicos vayamos sobrados de tiempo habitualmente), lo cual favorece que estudios con errores varios vean la luz en el paraíso de la publicación. Otra cuestión que nos compete directamente tiene que ver con nuestra formación. Tenemos la obligación de formar científicos competentes en el diseño y la comunicación de experimentos y este esfuerzo debe ser continuado, desde las fases predoctorales a las sénior. La existencia de cursos de doctorado, asignaturas de master, cursos promovidos por sociedades científicas, simposios en convenciones, la tutorización  u otros modos de educar y entrenar en estas cuestiones básicas de la ciencia será una garantía de que la situación mejorará.
Evidentemente, cuando un tren descarrila no sólo se puede achacar la culpa al maquinista, a veces los problemas están también en la vía o en la locomotora. Las agencias de financiación (de la naturaleza que sean) y las revistas científicas deben someter los experimentos y resultados que evalúan a un escrutinio severo. Los estudios clínicos llevan largo tiempo siguiendo un riguroso control de su metodología que tiene como base el reglamento denominado CONSORT. Éste es el estándar que siguen los investigadores y que también ha sido adoptado por muchas agencias de financiación y revistas de investigación clínica. Un reglamento similar sería deseable para la investigación básica y, de hecho, en este sentido algunas revistas, como las del grupo Nature, ya cuentan con un listado de puntos que los estudios deben cumplir para ser considerados para su publicación. De el mismo modo algunas asociaciones ligadas a comunidades de pacientes (algunas de enfermedades del sistema nervioso) han adoptado reglamentos similares para financiar estudios generales y específicamente para estudios en modelos animales.
En fin, nos queda un largo camino por recorrer, que debemos hacer todos los implicados directa o indirectamente en la ciencia cogidos de la mano. El lugar donde estamos ahora nos hace perder recursos valiosísimos intelectuales y económicos, que bien utilizados podrían aumentar mucho más el beneficio que la ciencia puede rendir a la sociedad.

Juan Nàcher. Dpto de Biología Celular, Universitat de València.

Referencias












            

dimarts, 15 d’octubre del 2013

Un nuevo (?) medicamento para la depresión


El pasado 30 de septiembre la FDA, la organización que supervisa la seguridad y eficacia de nuevos medicamentos en los Estados Unidos, aprobó un nuevo fármaco para la depresión. La salida de este medicamento fue acompañada de un enorme eco mediático y fue portada de los principales periódicos del mundo. El medicamento tiene por nombre comercial Brintellix y su principio activo es una molécula denominada vortioxetina. Las buenas noticias son que en ensayos clínicos, los que se realizan sobre pacientes, el medicamento mostró una efectividad mayor que el placebo, evidentemente, y que presenta menos efectos secundarios que algunos de los antidepresivos de uso más común actualmente. No obstante, existe un aspecto preocupante acerca de este lanzamiento, la vortioxetina es un medicamento de los llamados SSRIs, inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina. Estas moléculas tienen como resultado el aumento de la disponibilidad de este neurotransmisor y por tanto de su acción, la cual produce los efectos antidepresivos. Es preocupante, a mi entender porque, aunque la vortioxetina es ligeramente más efectivo que sus predecesores, pone de manifiesto una vez más nuestra incapacidad por encontrar rutas alternativas y más eficaces  para combatir esta enfermedad. Los SSRIs fueron descubiertos en la década de 1970 y hasta la fecha se han obtenido muy pocas moléculas alternativas con una actividad terapéutica similar. Es cierto que los SSRI se han ido mejorando y se han obtenido moléculas con menores efectos secundarios y más efectividad, pero no es menos cierto que los laboratorios no han sido capaces hasta la fecha de encontrar soluciones sustancialmente diferentes. Esto tiene un impacto muy negativo, muchas grandes farmacéuticas están abandonando sus líneas de investigación en enfermedades del sistema nervioso central. La investigación sobre los medicamentos para enfermedades mentales tiene un coste económico muy grande, especialmente en su fase clínica. Se hace necesario, por tanto, un esfuerzo por parte de los investigadores y las agencias gubernamentales que los financian para desarrollar nuevos medicamentos alternativos. Este esfuerzo debe ir dirigido a la comprensión de las bases celulares y moleculares de la enfermedad, a la búsqueda de nuevas moléculas con efectos terapéuticos y a la revisión de la capacidad terapéutica de otras moléculas que se encuentren en el mercado para otros usos. Sin este impulso, el futuro de los pacientes no se presenta muy halagüeño. Es hora pues de que nos pongamos manos a la obra, especialmente los jóvenes neurocientíficos y busquemos soluciones alternativas e innovadoras que hagan frente al gran impacto social que representan las enfermedades mentales.