El pasado 30 de septiembre la FDA, la
organización que supervisa la seguridad y eficacia de nuevos medicamentos en
los Estados Unidos, aprobó un nuevo fármaco para la depresión. La salida de
este medicamento fue acompañada de un enorme eco mediático y fue portada de los
principales periódicos del mundo. El medicamento tiene por nombre comercial
Brintellix y su principio activo es una molécula denominada vortioxetina. Las
buenas noticias son que en ensayos clínicos, los que se realizan sobre
pacientes, el medicamento mostró una efectividad mayor que el placebo,
evidentemente, y que presenta menos efectos secundarios que algunos de los
antidepresivos de uso más común actualmente. No obstante, existe un aspecto
preocupante acerca de este lanzamiento, la vortioxetina es un medicamento de
los llamados SSRIs, inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina.
Estas moléculas tienen como resultado el aumento de la disponibilidad de este
neurotransmisor y por tanto de su acción, la cual produce los efectos antidepresivos.
Es preocupante, a mi entender porque, aunque la vortioxetina es ligeramente más
efectivo que sus predecesores, pone de manifiesto una vez más nuestra
incapacidad por encontrar rutas alternativas y más eficaces para combatir esta enfermedad. Los SSRIs
fueron descubiertos en la década de 1970 y hasta la fecha se han obtenido muy
pocas moléculas alternativas con una actividad terapéutica similar. Es cierto
que los SSRI se han ido mejorando y se han obtenido moléculas con menores
efectos secundarios y más efectividad, pero no es menos cierto que los
laboratorios no han sido capaces hasta la fecha de encontrar soluciones
sustancialmente diferentes. Esto tiene un impacto muy negativo, muchas grandes
farmacéuticas están abandonando sus líneas de investigación en enfermedades del
sistema nervioso central. La investigación sobre los medicamentos para
enfermedades mentales tiene un coste económico muy grande, especialmente en su
fase clínica. Se hace necesario, por tanto, un esfuerzo por parte de los investigadores
y las agencias gubernamentales que los financian para desarrollar nuevos
medicamentos alternativos. Este esfuerzo debe ir dirigido a la comprensión de
las bases celulares y moleculares de la enfermedad, a la búsqueda de nuevas
moléculas con efectos terapéuticos y a la revisión de la capacidad terapéutica
de otras moléculas que se encuentren en el mercado para otros usos. Sin este
impulso, el futuro de los pacientes no se presenta muy halagüeño. Es hora pues
de que nos pongamos manos a la obra, especialmente los jóvenes neurocientíficos
y busquemos soluciones alternativas e innovadoras que hagan frente al gran
impacto social que representan las enfermedades mentales.
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